domingo, 20 de enero de 2013

Postales desde el recuerdo.



Fue al poco de venir a vivir juntos Carlos y yo a este piso, cuando una noche que  estábamos recién acostados, empezamos a oír un extraño ruido. Carlos le quitó enseguida importancia, pero a mí me pareció un ruido un tanto raro así que levanté la cabeza de la almohada dispuesto a averiguar qué era y de dónde venía. Sentándome en el borde la cama, afiné el oído y oí como se repetía una y otra vez. Era un ruido rápido, como de pasos corriendo, pero lo notaba con una cercanía extraña.

Descalzo y en pijama caminé hasta el pasillo con la luz apagada y de allí hasta el comedor. Carlos desde la cama me llamó para que lo dejase estar, pero había algo dentro de mí que me impedía hacerlo. Encendí la luz del comedor y miré al techo. El ruido de pasos parecía recorrer el piso de arriba de un lado a otro. Quién quiera que estuviese arriba tenía demasiada prisa pues a veces parecía que se oían pequeños golpes, como si la persona en cuestión estuviese tan apresurada por marchar que hasta chocaba con los muebles.

Volví a la habitación y encendí la luz del techo, Carlos se llevó la mano a los ojos y se quejó preguntándome que qué hacía. “Voy a subir”, le dije. “¿Perdona?”, me contestó él. “Voy a subir a echar un vistazo”. Y sin pensármelo dos veces me cambié el pijama por unos tejanos y una camiseta. Ya estaba en el pasillo poniéndome, mientras intentaba andar, las bambas, cuando Carlos masculló algo que no llegué a escuchar.

Abrí la puerta de casa y salí al descansillo, la luz estaba apagada así que tuve que caminar unos pasos hasta acceder a la llave de la pared. Una vez encendida, cerré de un fuerte tirón la puerta de casa y, tras el estrepitoso ruido, el silencio se apoderó de mí. No se oía nada en toda la escalera. Los pasos parecían haber cesado y sigilosamente me dispuse a subir uno a uno los escalones que me separaban del piso superior mientras giraba el cuello mirando hacia arriba. Ya estaba a punto de llegar arriba del todo cuando una de la puertas del rellano superior se abrió de golpe y un chico de aproximadamente mi edad, salió corriendo hasta chocarse conmigo. La pared me evito caer rodando por la escalera.

Se disculpó rápidamente. Estaba llorando. Sólo alcanzó a decirme que su novia había tenido un accidente y que necesitaba ir urgentemente al Hospital. Se alejaba de mí mientras me lo explicaba, saltando de dos en dos los escalones. Al parecer un taxi le esperaba abajo.

Instintivamente empecé a correr escaleras abajo tras él hasta el portal. Cuando llegué, él acababa de entrar en el taxi y con la puerta de coche todavía abierta me dijo: “Sube”. Sólo me dio tiempo a mirar hacia arriba y pensar que había dejado a Carlos en la cama durmiendo. Una mano fuerte me cogió del brazo y me hizo entrar en el taxi. Cuando el taxi arrancó pensé en qué carajo hacia yo en un taxi con un tipo que no conocía de nada camino de un Hospital. Al girar en la esquina me giré hacia atrás y miré en dirección al piso, Carlos me iba a matar.  

Las rondas iban casi vacías a aquellas horas de la noche. Tardé unos segundos en organizar mi cabeza, pero cuando lo conseguí instintivamente me eché las manos a los bolsillos de los tejanos. Estaban vacíos. Sin móvil. Sin llaves. Si quería comenzar bien tenía que empezar llamando a Carlos y explicándole lo ocurrido. Miré al chico que estaba sentado a mi lado: Joven, de aproximadamente unos treinta y cinco años, de aproximadamente un metro noventa de estatura, fuerte físicamente, con barba… Me dio la sensación de que lo conocía de algo más que de aquella repentina noche… Él, nervioso, iba hablando con alguien por el móvil al que le relataba lo ocurrido. Miré a través de la ventanilla del coche y me pregunté cómo iba a salir de allí.

El taxista estaba cogiendo la salida de las rondas cuando él colgó el teléfono y sólo alcancé a presentarme antes de que el frenazo del taxi nos pusiese a los dos corriendo hacia la puerta principal del Hospital. No es fácil moverse por un Hospital cuando uno no tiene experiencia, y más en uno de esos macrohospitales donde todos los pasillos parecen iguales y todas las puertas parecen conducir al mismo lugar, así que, viéndole tan aturdido como estaba, le dije que yo era enfermero y que me dejase hacer a mí, así que fuimos al mostrador más cercano y de allí a unas sillas vacías frente a las puertas de quirófano. 

Yo me senté intentando recordar que hacia sólo unos minutos estaba tumbado en mi cama junto a Carlos y fue en ese momento cuando pensé en pedirle el móvil para llamarle. Como pude le expliqué rápidamente lo ocurrido, pero tuve que colgar apresuradamente porque el cirujano salió a decirnos qué tal había ido la intervención. Con un par de besos y un te quiero me despedí de él y empecé a escuchar que estaba muy grave y que la operación había sido muy delicada. Ahora iban a pasarla a la UCI y en un rato podríamos entrar un segundo a verla. Aquel hombretón de casi dos metros de altura comenzó a llorar destrozado y se abrazó a mí, sin saber muy bien qué hacer le puse mi mano en su espalda.

Tardaron una hora larga en hacer el traslado a la UCI. En aquel tiempo, Miguel, que así se llamaba el chico, me puso al corriente de toda su historia: Sara era su novia, llevaban casi seis años como pareja y hacía apenas un mes que se habían ido a vivir juntos. Él había estudiado empresariales, ella diseño. Él trabaja en una empresa llevando la contabilidad y ella acababa de empezar a trabajar como diseñadora para una marca de moda poco conocida. Hacia apenas una hora, Miguel había recibido una llamada de teléfono del Hospital diciéndole que Sara había tenido un accidente y que necesitaba ser operada urgentemente. El resto, ya lo sabía: carreras por el piso para vestirse y llamar al taxi, chocar conmigo y llegar hasta aquí.

Me invitó a tomar un café de la máquina que teníamos en frente y, mientras lo saboreábamos y estirábamos un poco las piernas caminando por el pasillo, yo le expliqué un poco sobre mí, sobre Carlos, sobre mi trabajo.

Volvíamos a estar de nuevo sentados en las sillas frente a la puerta de quirófano cuando una enfermera nos vino a buscar para acompañarnos a la entrada de la UCI. Sólo podía entrar un familiar, nos dijo, él otro podía recorrer el pasillo hasta la tercera ventana para ver a la paciente a través del gran ventanal de cristal. No me molesté en decir que no yo era familiar, no era el momento. Miguel me dio su móvil y algunas monedas sueltas que tenía en el bolsillo y acompañó a la enfermera dentro de la UCI.  Debí de haberme quedado allí, porque cuando llegué al tercer ventanal vi a un Miguel, alumbrado solamente por la luz del cabezal, totalmente vestido de verde desplomándose sobre un cuerpo de mujer que no respondía a nada. En aquel momento sentí como el dolor me traspasaba a través de aquel cristal y como la desesperación me invadía por completo. La angustia me apretó fuertemente el cuello cuando pensé que ese cuerpo podía ser Carlos y yo aquel hombre destrozado que imploraba por la vida, o a la inversa. Los ojos se me nublaron y sin poder evitarlo empecé a llorar, y mi llanto, hiposo y angustiado, contrastaba con el llanto de aquel hombre que, a través de aquel cristal insonorizado, llega a mí en forma de gestos, abriéndose paso a través del vidrio. El dolor que causaba la ausencia de respuesta en aquel cuerpo era tan fuerte que se podía tocar y, dejándome caer sobre la pared, pensé que nunca había visto algo tan hermoso y tan cruel a la vez, no puede hacer otra cosa que llorar y llorar.

Tardé unos minutos en reponerme y pensé en llamar a Carlos simplemente para oir su voz, pero el reloj del móvil de Miguel decía que eran la una y treinta y seis de la madrugada y pensé que sería mejor no molestarle. Me levanté del suelo del pasillo y, secándome las lágrimas con la manga, me dirigí hacia la puerta de la UCI, Miguel me esperaba allí. Me abrazó cuando llegué hasta a él y yo se lo agradecí, necesitaba ahuyentar de mí aquella sensación de fragilidad que había tenido.

Su intención era pasar la noche allí, frente a la entrada de la UCI había unas sillas y una maquina de café y las enfermeras le habían dado una manta para que estuviera algo más cómodo. A mí me dio dinero para el taxi, ya que yo había salido de casa sin nada, y las llaves de su casa para que le hiciese el favor de volver mañana con algo de ropa limpia y cuatro cosas más para la higiene personal. De forma afectuosa nos volvimos a abrazar y le prometí volver a primera hora.

El camino de vuelta a casa en el taxi fue rápido así que en poco tiempo estuve de nuevo con el pijama puesto y abrazándome a Carlos. Ante de dormirme volví a pensar en la escena que había visto en la UCI a través del cristal e instintivamente apreté más fuerte el cuerpo de Carlos contra el mío.

A la mañana siguiente conté a Carlos todo lo sucedido mientras desayunábamos y, tras darme una duchar rápida, subí al piso de Miguel a por las cosas que me había pedido. Era fácil moverse por su piso, tenía la misma distribución que el nuestro, así que recogí algunas cosas del baño y en el primer armario que encontré en el dormitorio recogí un par de tejanos y unas camisetas. Con todo ello en una mochila bajé de nuevo a mi piso y, junto con Carlos, bajamos al parking a por el coche y de allí al Hospital.

Miguel estaba sentado en las sillas frente a la UCI cuando llegamos, nos saludamos y le presenté a Carlos. Nos explicó que había hablado con los médicos y que le habían dicho que el estado de Sara era delicado, pero que confiaban en que poco a poco pudiese ir mejorando. Estuvimos un rato con él tomando uno de aquellos horribles cafés de la máquina y se mostró muy agradecido por la compañía y porque le hubiésemos llevado la mochila con la ropa. Carlos le preguntó sino tenía a nadie de familia y Miguel nos explicó que Sara era huérfana de padres y que él había cortado la relación con sus padres ya hace mucho tiempo por un problema con el alcohol que había tenido su padre. Como era casi la hora de comer, le propusimos ir a comer los tres a la cafetería y así le hacíamos algo más de compañía hasta las cuatro que era la hora en que podía entrar de nuevo a ver a Sara. Con un poco de reticencia, pero agradecido, accedió y en la cafetería continuamos charlando un poco más sobre nosotros cuatro.

Bromeamos sobre esto y aquello, y le conseguimos sacar una sonrisa. Él nos explicó alguna que otra anécdota de sus viajes con Sara, nosotros le explicamos nuestro viaje por la Costa Oeste, Carlos le hablo de su trabajo, él nos explicó lo que le gustaban a Sara los caballos y de la idea que tenían los dos de irse algún día a vivir al campo. Cuando nos quisimos dar cuenta, eran casi las cuatro menos diez, así que nos despedimos  prometiéndole que al día siguiente volveríamos a ver cómo seguían Sara y él. Muy agradecido se abrazó a nosotros antes de que marchásemos y, camino de casa, ya en el coche, Carlos y yo conversamos sobre nuestras impresiones sobre él. Los dos coincidimos en que parecía un buen tipo. Ninguno de los dos sabíamos, por aquel entonces, cómo acabaría esta historia.

Las visitas al hospital continuaron durante las siguientes semanas con toda la asiduidad con la que Carlos y yo podíamos; antes o después de ir a trabajar, los sábados por la tarde, los domingos por la mañana… En cada visita le llevábamos o le traíamos ropa y a veces, aunque pocas, le traíamos a casa para que se duchase. Nuestra relación con Miguel se fue estrechando y en aquellas largas esperas de Hospital, acabamos contándonos toda la vida. Nunca creímos haber conocido tanto a alguien y tampoco que nadie nunca podría conocernos mejor. 

Los días pasaban y Sara continuaba estable, no empeoraba, que ya era mucho, pero necesitaba todavía permanecer en la UCI porque los médicos no creían que pudiese sobrevivir sin el coma inducido al que estaba sometida. Los meses pasaron poco a poco a través de aquellas grandes cristaleras de la UCI por dónde veíamos de vez en cuando a Sara, por donde veíamos de vez en cuando a aquel grandullón llamado Miguel abrazarse con amor a aquel cuerpo que luchaba entre la vida y la muerte.

Creo que fue a finales de julio cuando Carlos y yo pensamos en ir a pasar un fin de semana al camping del padre de Carlos, aprovechando que él y su mujer iban a hacer una pequeña escapada al pirineo francés. Sara llevaba mucho tiempo ya en la UCI, quizás algo más de dos meses, y su estado era totalmente estable dentro de su gravedad. Así que pensé en decirle a Carlos que propusiésemos a Miguel venirse con nosotros ese fin de semana. El camping estaba aquí al lado, en Blanes, y si pasaba cualquier cosa podríamos estar en un momento en el Hospital, además a Miguel le vendría muy bien salir un poco de la rutina y distraerse aunque sólo fuese por un par de días.

El fin de semana fue genial; el tiempo se comportó como pocas veces suele hacerlo en la costa barcelonesa a finales de julio y pudimos disfrutar de un sol radiante que nos ayudó a los tres a cargar las pilas. Playa, sol, barbacoa y cerveza fue nuestra hoja de ruta durante la mañana del  sábado. Bromeamos, nos reímos, disfrutamos y para, celebrar que aún sabíamos reírnos, decidimos que el sábado por la noche buscaríamos un restaurante donde cenar y un bar cutre y viejo dónde poder emborracharnos y estar tranquilos. La noche nos sorprendió ya bebiendo, entre chistes que no hacían gracia, pero que encontrábamos graciosos e historias de vidas pasadas que, a causa del alcohol, no parecían ni que fueran nuestras. Cenamos en un pequeño restaurante, alejados de guiris y de familias con miradas de decencia y en el primer bar que vimos, entramos a beber cerveza y tequila y a bridar porque nos habíamos conocido. Íbamos abrazados los tres, zarandeándonos de camino al camping, iluminados por una gran y radiante luna que parecía vigilarnos desde el cielo cuando Miguel propuso que nos bañáramos desnudos en la playa. Ninguno se lo pensó dos veces y las risas no cesaron hasta que vimos que, saliendo del agua, Miguel sangraba por una herida en el pie. Alguna roca escondida entre la arena había hecho de las suyas. Liándose la camiseta a la pierna nos fuimos hacia el camping. Ninguno estaba en condiciones de ponerse a mirar aquella herida.

El despertar de la mañana siguiente fue horrible. La cerveza y el tequila llevaron a cabo su particular venganza en nuestras cabezas. Yo fui el primero en despertarme, el reloj decía que eran casi las dos del medio día y cómo pude cogí las cosas y me dirigí a las duchas del camping. Cuando volví, Carlos y Miguel ya se habían despertado y, escondidos cada uno tras sus gafas de sol, tomaban un poco de café que acababan de hacer. Me senté con ellos y mientras nos tomábamos el café fuimos rememorando la noche anterior hasta que recordamos la herida de la pierna de Miguel.  Aquello no tenía buen aspecto, alguien debía de echarle un vistazo, así que decidimos que recogeríamos, comeríamos algo en plan rápido e iríamos al Hospital para que se lo mirasen. Pero Miguel quería pasar por casa para recoger ropa antes de ir al Hospital y era casi imposible que le diese tiempo a estar antes de las seis de la tarde, que era el último turno para poder entrar en la UCI a ver a Sara. Así que decidimos que yo dejaría a Carlos y a Miguel en casa y que me acercaría al Hospital para ver como seguía Sara. Sin más dilación nos pusimos en marcha. Recordando ahora lo que pasó, no entiendo como Miguel no pensó en lo que podía pasar.

El tráfico a aquellas horas de la tarde era importante, pero conseguí que me diese tiempo de dejar a Carlos y a Miguel en casa y, con el tiempo justo, me personé en la puerta de la entrada de la UCI. La enfermera, una chica que se llamada Susana, que ya me conocía por acompañar en innumerables ocasiones a Miguel, me acompañó a una pequeña sala para que dejase mis pertenencias y me pusiese una bata, un gorrito y unas polainas de color verde. Una vez vestido, me guió por el largo pasillo hasta la puerta de la habitación de Sara y allí se despidió diciéndome que acababa su turno y que tenía solo diez minutos para la visita.

Entré en la habitación un poco asustado, estaba más que acostumbrado a tratar con este tipo de enfermos, pero era la primera vez que iba a estar tan cerca de esta mujer de la que conocía toda su vida porque otra persona me la había contado. Me acerqué poco a poco hasta a ella y, cuando estuve al lado de la cama, extendí mi mano y cogí la suya. Era mucho más guapa de lo que me había imaginado. Alta, rubia, con un ligero color rosado en la piel. Intenté transmitirle con el calor de mi mano mi presencia. Nada en ella varió, el monitor de su latido cardiaco indicaba las mismas pulsaciones y el dibujo se repetía una y otra vez idéntico al anterior bajo su nombre. Arriba a la derecha de la pantalla se podía leer el nombre de la paciente: Isabel López.

Tuve que leer un par de veces el nombre para darme cuenta del error y como si de un acto reflejo se tratase, solté de golpe la mano de Sara. La enfermera me asustó por la espalda, diciéndome que el tiempo de visita había acabado y, como si me costara salir de mi confusión, tartamudeé un par de veces hasta que logré decirle: “Disculpa, el nombre del monitor es incorrecto, la chica se llama Sara”. “Lo siento, no conozco a la paciente – me dijo la enfermera – lo revisaré. De todos modos, he de decirte que los nombres compuestos no salen y a veces tenemos problema con eso”.

Mientras me quitaba aquellas ropas verdes y recogía mis pertenencias de la pequeña habitación donde me cambiaba, pensé que el buzón de casa me diría si Sara tenía o no un nombre compuesto.  

Las rondas iban bastante llenas a aquella hora de la tarde, así que tardé bastante tiempo en estar frente al grupo de buzones de nuestra escalera. Ubiqué el de Carlos y el mío y, moviendo el dedo de arriba abajo y de izquierda a derecha, fui buscando el de Sara y Miguel. Había tres buzones seguidos que no tenían nombres puestos, uno de ellos debía ser el suyo porque en ninguno de los demás aparecía su nombre. Quizás todo aquello era una idiotez por mi parte y Sara si que tenía nombre compuesto, pero había algo en mí que me llevaba a pensar que aquello no era simplemente una casualidad.

Las primeras tres semanas de agosto las pasamos igual que habíamos pasado los últimos meses; entre trabajo, visitas al Hospital y charlas con Miguel. Nuestra relación con él seguía igual e intentábamos ayudarle en todo lo que podíamos.  Algunas noches se venía a casa a cenar, otras veces comíamos con él en el Hospital para hacerle compañía… Los días de aquel caluroso agosto iban pasando poco a poco y, tanto apego habíamos cogido a Miguel, que nos empezó a parecer mal tener que alejarnos de él por el crucero que teníamos contratado mucho antes de conocerle.

Dos días antes de marchar al crucero, Sara tuvo un empeoramiento y temimos seriamente por su vida. Los médicos nos dijeron que estaba muy grave y que las próximas horas eran claves. Carlos y yo estuvimos hablando sobre la posibilidad de anular el crucero, pero al final, a pesar de la reticencia de Carlos, le convencí de que a nosotros nos iba bien desconcertar, aunque sólo fuese por unos días, de toda aquella historia y de que ya habíamos hecho mucho por ellos.

Fue aterrizar en Venecia, dónde comenzaba nuestro viaje, cuando Miguel nos sorprendió con una llamada para decirnos que Sara había mejorado muchísimo y que ese mismo día la subían a planta. Nos abrazamos de alegría, mientras a Carlos se le caían las lágrimas y oíamos a Miguel llorar al otro lado de la línea telefónica, dándonos las gracias por el apoyo que le habíamos dado en todo momento.

No volvimos a hablar con él durante todo el crucero. Cuando intentábamos llamarle, el móvil estaba apagado o fuera de cobertura y los mensajes que le enviábamos no tenían respuesta. Así que decidí buscar el número del Hospital por internet y llamé preguntado por ellos. En ningún lugar les constaba ninguna Sara, ni ninguna Isabel, ni ninguna Sara Isabel.

Intentamos disfrutar de los últimos días del crucero como pudimos, algo temerosos de que le hubiese podido suceder algo a Sara y cuando llegamos a casa, descubrimos un sobre con una carta en el buzón. Miguel nos había escrito.

En la carta nos explicaba que Sara había mejorado mucho durante nuestro viaje, hasta tal punto que le habían dado el alta con la condición de seguir un plan de rehabilitación para que acabase de recuperarse del todo. Los dos habían decidido alquilar una pequeña casita en el pirineo catalán, como siempre había sido el sueño de ambos. Allí, a pocos kilómetros de Andorra, podrían disfrutar de la naturaleza y desplazarse a la ciudad para que Sara pudiese hacer su rehabilitación. Miguel se mostraba muy contento por la mejoría de Sara y nos agradecía de corazón, una y otra vez, la ayuda que le habíamos prestado, llegando a decir que sin nosotros no hubiese sido capaz de soportar la espera. En su carta nos decía  además, que esperaba que algún día no muy lejano, subiéramos a verles, para que Sara nos pudiese conocer. Y nos decía que como donde estaban apenas tenían cobertura, nos iría enviando una postal de vez en cuando para tenernos bien informados de todo.

Pocas veces en mi vida sentí una felicidad tan grande como la que sentí al leer aquella carta.

Los días iban pasando y Carlos y yo volvimos poco a poco a nuestras obligaciones y a nuestra rutina. Las postales de Miguel iban llegando de vez en cuando, ahora con noticias de la mejoría de Sara, ahora con noticias sobre un pequeño viaje que habían hecho los dos, ahora con palabras de su eterno agradecimiento… Una y otra y otra, siempre era un placer recibir noticias de ellos y comprobar que, aunque el tiempo pasaba, Miguel siempre nos tenía en su pensamiento. Mes tras mes, una postal firmada por él, nos llegaba al buzón.

Creo que fue a mediados del siguiente año, sobre junio o julio, cuando mi Hospital me envió a unas jornadas de enfermería para pacientes con necesidad de cuidados intensivos que se hacían en Barcelona. Fue allí, en un descanso entre ponencia y ponencia, dónde me encontré a la enfermera que tanto tiempo había cuidado de Sara en la UCI. La chica se acordaba perfectamente de mí cuando, al acercarme a saludar, le dije quién era. Entusiasmado por el encuentro, le di las gracias por lo bien que había cuidado a Sara y le expliqué lo bien que se encontraba ahora, y todo lo que se había recuperado. Susana, que así se llamaba la enfermera, me preguntó de qué conocía a Sara y a Miguel y, como pude, le hice un rápido resumen de nuestra historia. Me tuve que sentar cuando me dijo que Sara y Miguel no eran novios, que ella ni siquiera se llamaba Sara, sino Isabel y que la policía llevaba casi un año buscando a Miguel por hacerse pasar por familiar de una persona en coma y tomar decisiones en nombre de ella.

No me lo podía creer. Miguel, nuestro Miguel, se dedicaba a buscar personas sin familia que estuviesen en coma para tener el control sobre su vida y poder decidir por ellas. Como un titiritero moviendo los hilos… Como un perturbado, como un psicópata. La cabeza me daba vueltas, creí que iba a enloquecer. Según Susana, descubrieron que Miguel no era familiar cuando aquella chica, Isabel, salió del coma y no recordaba nada de Miguel. Podría haber sido secundario al coma, me explicó Susana, pero él no fue capaz de aportar ninguna fotografía, ningún documento ni ninguna prueba que les relacionase. Además no era la primera vez que lo hacía, así que cuando Isabel quiso interponer una orden de alejamiento, el juez dictaminó una orden de busca y captura. Nunca más volvieron a saber nada de él.

No me lo podía creer, me costaba respirar. En ese mismo momento marqué una y otra vez el móvil de Miguel, pero la operadora siempre repetía la misma frase: “El móvil al que llama…”.

Salí corriendo de aquel lugar hacía el coche y de allí a toda velocidad hacia casa. Carlos me recibió en la puerta con una nueva postal de Miguel y una sonrisa. Angustiado le expliqué lo que me había sucedido y, asustado, le abracé.

A día de hoy todavía recibimos cada mes una postal de Miguel. En todas dice que no puede olvidarse de nosotros.

2 comentarios:

  1. Impactada me dejaste!
    Joder con la historia, perdón!
    Puede ser tan real, que dá miedo.
    Felicidades!
    Besos

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  2. Este relato es COJONUDO. Enhorabuena, perfecto de principio a fin.

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