jueves, 21 de marzo de 2013

Tú eres maricón II



Aquella vez follamos en los lavabos. Fue algo rápido, furtivo, fugaz. Mientras me embestía por detrás, vi reflejado en el espejo que llevaba al cuello aquella cadena de oro con un cristo crucificado que me era tan familiar, pero mejor empecemos por el principio.

Al poco de llegar a la gran ciudad comencé a trabajar de camillero en un hospital. No tenía ni idea de sanidad, pero no había mucha gente dispuesta a trabajar en el turno de noche. El trabajo no era nada del otro mundo: llevar a un par de pacientes de aquí hacía allá, tomar café con las enfermeras y jugar a cartas con algún médico para pasar la noche.

Nunca dije en mi trabajo que era gay, o maricón, como me habían venido diciendo todos hasta aquel entonces. Podría excusarme diciendo que a nadie le importaba con quien me metía en la cama, pero la verdad es que si a nadie le hubiese importado lo hubiese podido decir con total tranquilidad. En lugar de eso, cuando se hablaba de mujeres, de novias o de sexo, yo me movía por esa fina línea que abarca la ambigüedad, deseando que la conversación cambiase pronto de rumbo. Y, ni que decir tiene, que cuando el tema de la homosexualidad salía a la palestra, ya no sabía bajo que piedra esconderme y una sonrisa, o una risa tan corta como forzada era mi única contestación.

Nunca pensé que, tras años siendo para todos el maricón del pueblo, me vería a mí mismo intentado pasar desapercibido entre la gran marea gris de gente, intentado formar parte de algo en donde, a lo mejor, no me querían a mí.

Fuera del hospital, todo era otra historia: compartía piso con tres chicos más que, entre ellos y sus amigos, se ocupaban de cubrir todos los estereotipos gais habidos y por haber. El mariconeo estaba tan a la orden del día en el piso, que contrastaba llamativamente que en casa fuese de una manera y en el trabajo de otra. Tal era el contraste, que a veces me sorprendía a mí mismo siendo la cara y la cruz de la misma moneda.

Para ganarme un dinero extra, comencé también a trabajar en un bar de ambiente sirviendo copas. Me hacía gracia recordar mis principios de camarero en el bar de Mariló y descubrir que los problemas que tenían mis clientes en aquel pequeño bar de ambiente de pueblo, y los que tenían los del bar gay de la gran ciudad eran exactamente los mismos: el amor, el desamor y la soledad.

Yo también me sentí sólo a veces, cómo no sentirlo. No me había tratado mal aquella gran ciudad, pero a veces tenía esa sensación de que todo seguiría girando a mí alrededor sin importar demasiado si yo estuviese o no: Hubiesen contratado a otro en el Hospital, mis compañeros de piso se hubiesen reído con otro, en el bar los clientes se hubiesen confesado ante otro… A veces, envuelto en la masa de gente que iba camino a ningún lugar, me paraba en mitad de la calle y observaba como los demás transeúntes se movían rápidos esquivándome para no chocar conmigo. Podría decir que aquella era la perfecta metáfora de la gran ciudad: miles de personas a tu alrededor luchando por no tocarte y esquivarte, pero la verdad es que un día sucedió lo que no sabía que iba a pasar: él chocó conmigo. El tiempo se detuvo un segundo en la gran ciudad y en todo el mundo.

Se llamaba Marcos, era alto, guapo, fuerte y muy divertido. Por su belleza podría ir de creído, pero al contrario de eso, tenía tal punto de humanidad que te dejaba helado. Es difícil de explicar, pero imagínate que un dios griego te hablase y te cogiese aprecio y tú sólo te preguntases por qué a mí, por qué a mí. Pues eso es lo que yo sentí. Quizás sea porque soy de esos que piensan que si hubiese nacido más guapo, la vida me hubiese tratado de otro modo y yo hubiese tratado a la vida también de otra manera, pero él estaba muy por encima de eso, no se trataba de estar bueno o no. En él, su belleza era tal que simplemente impresionaba que pudiese hablar contigo. Nos caímos bien, demasiado bien, a pesar de su excesiva belleza de dios griego y de su novio.

Así es el amor, un capricho que muchas veces no llega a cumplirse, que muchas veces muta a deseo, de ahí a recuerdo y luego a nostalgia. Marcos fue para mí, durante mucho tiempo, el amor hecho persona. Era algo por encima de su físico, era su personalidad; esa sensación que tan pocas veces tienes en la vida de que te están tratando tan bien que no quieres nunca alejarte de esa persona. Esa sensación que tienes de que te están tratando tan bien que nunca serás capaz de devolver todo ese amor.

Hay gente que te llega muy dentro y Marcos a mi llegó tanto, que me sorprendí a mí mismo hablando por las noches en el hospital de un amigo que tenía y que me decía tal cosa o con el que me iba aquí o allá. No me hubiese sorprendido hacerlo en el bar de ambiente donde trabajaba de camarero, pero hacerlo en el hospital me supuso, en cierta manera, notar que estaba abriéndome un poco, no sé si a ellos o quizás a mí.

Una noche en el hospital, las enfermeras de la tercera planta me pidieron que les ayudase a mover a un paciente que estaba casi terminal. No le había visto nunca, pero al girarle me llamó la atención una cadena de oro que llevaba al cuello igual a una que tenía mi padre. Debí quedarme demasiado tiempo embobado mirando porque el hijo, un chico aproximadamente de mi edad, estaba sentado en una de las butacas de la habitación y no me quitaba el ojo de encima. “Mi padre tiene una igual”, le dije como excusándome por haberle mirado tan insistentemente. Él simplemente sonrió con chulería.

Dos horas después, cuando subía de urgencias de fumarme un cigarro, me lo volví a encontrar cara a cara al salir del ascensor y volvió a sonreírme con chulería. Y yo, ni corto ni perezoso, solté de golpe la consabida frase de “tú eres maricón” sin saber que aquellas tres palabras me abrirían en esta ocasión su boca y su bragueta.

Aquella vez follamos en los lavabos. Fue algo rápido, furtivo, fugaz. Mientras me embestía por detrás vi reflejado en el espejo que llevaba al cuello aquella cadena de oro con un cristo crucificado que me era tan familiar. Sólo al salir de aquel lavabo supimos que el padre de Marcos había muerto mientras follábamos.

Tiempo después yo descubriría que mi padre también murió aquella misma noche.

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