Aquella vez
follamos en los lavabos. Fue algo rápido, furtivo, fugaz. Mientras me embestía
por detrás, vi reflejado en el espejo que llevaba al cuello aquella cadena de
oro con un cristo crucificado que me era tan familiar, pero mejor empecemos por
el principio.
Al poco de
llegar a la gran ciudad comencé a trabajar de camillero en un hospital. No
tenía ni idea de sanidad, pero no había mucha gente dispuesta a trabajar en el
turno de noche. El trabajo no era nada del otro mundo: llevar a un par de
pacientes de aquí hacía allá, tomar café con las enfermeras y jugar a cartas
con algún médico para pasar la noche.
Nunca dije
en mi trabajo que era gay, o maricón, como me habían venido diciendo todos
hasta aquel entonces. Podría excusarme diciendo que a nadie le importaba con
quien me metía en la cama, pero la verdad es que si a nadie le hubiese
importado lo hubiese podido decir con total tranquilidad. En lugar de eso,
cuando se hablaba de mujeres, de novias o de sexo, yo me movía por esa fina
línea que abarca la ambigüedad, deseando que la conversación cambiase pronto de
rumbo. Y, ni que decir tiene, que cuando el tema de la homosexualidad salía a
la palestra, ya no sabía bajo que piedra esconderme y una sonrisa, o una risa
tan corta como forzada era mi única contestación.
Nunca pensé
que, tras años siendo para todos el maricón del pueblo, me vería a mí mismo
intentado pasar desapercibido entre la gran marea gris de gente, intentado
formar parte de algo en donde, a lo mejor, no me querían a mí.
Fuera del hospital,
todo era otra historia: compartía piso con tres chicos más que, entre ellos y
sus amigos, se ocupaban de cubrir todos los estereotipos gais habidos y por
haber. El mariconeo estaba tan a la orden del día en el piso, que contrastaba llamativamente
que en casa fuese de una manera y en el trabajo de otra. Tal era el contraste,
que a veces me sorprendía a mí mismo siendo la cara y la cruz de la misma
moneda.
Para ganarme
un dinero extra, comencé también a trabajar en un bar de ambiente sirviendo
copas. Me hacía gracia recordar mis principios de camarero en el bar de Mariló
y descubrir que los problemas que tenían mis clientes en aquel pequeño bar de
ambiente de pueblo, y los que tenían los del bar gay de la gran ciudad eran
exactamente los mismos: el amor, el desamor y la soledad.
Yo también
me sentí sólo a veces, cómo no sentirlo. No me había tratado mal aquella gran
ciudad, pero a veces tenía esa sensación de que todo seguiría girando a mí
alrededor sin importar demasiado si yo estuviese o no: Hubiesen contratado a
otro en el Hospital, mis compañeros de piso se hubiesen reído con otro, en el
bar los clientes se hubiesen confesado ante otro… A veces, envuelto en la masa
de gente que iba camino a ningún lugar, me paraba en mitad de la calle y
observaba como los demás transeúntes se movían rápidos esquivándome para no
chocar conmigo. Podría decir que aquella era la perfecta metáfora de la gran
ciudad: miles de personas a tu alrededor luchando por no tocarte y esquivarte,
pero la verdad es que un día sucedió lo que no sabía que iba a pasar: él chocó
conmigo. El tiempo se detuvo un segundo en la gran ciudad y en todo el mundo.
Se llamaba
Marcos, era alto, guapo, fuerte y muy divertido. Por su belleza podría ir de
creído, pero al contrario de eso, tenía tal punto de humanidad que te dejaba
helado. Es difícil de explicar, pero imagínate que un dios griego te hablase y
te cogiese aprecio y tú sólo te preguntases por qué a mí, por qué a mí. Pues
eso es lo que yo sentí. Quizás sea porque soy de esos que piensan que si
hubiese nacido más guapo, la vida me hubiese tratado de otro modo y yo hubiese
tratado a la vida también de otra manera, pero él estaba muy por encima de eso,
no se trataba de estar bueno o no. En él, su belleza era tal que simplemente
impresionaba que pudiese hablar contigo. Nos caímos bien, demasiado bien, a
pesar de su excesiva belleza de dios griego y de su novio.
Así es el
amor, un capricho que muchas veces no llega a cumplirse, que muchas veces muta
a deseo, de ahí a recuerdo y luego a nostalgia. Marcos fue para mí, durante
mucho tiempo, el amor hecho persona. Era algo por encima de su físico, era su
personalidad; esa sensación que tan pocas veces tienes en la vida de que te
están tratando tan bien que no quieres nunca alejarte de esa persona. Esa
sensación que tienes de que te están tratando tan bien que nunca serás capaz de
devolver todo ese amor.
Hay gente
que te llega muy dentro y Marcos a mi llegó tanto, que me sorprendí a mí mismo
hablando por las noches en el hospital de un amigo que tenía y que me decía tal
cosa o con el que me iba aquí o allá. No me hubiese sorprendido hacerlo en el
bar de ambiente donde trabajaba de camarero, pero hacerlo en el hospital me
supuso, en cierta manera, notar que estaba abriéndome un poco, no sé si a ellos
o quizás a mí.
Una noche en
el hospital, las enfermeras de la tercera planta me pidieron que les ayudase a
mover a un paciente que estaba casi terminal. No le había visto nunca, pero al
girarle me llamó la atención una cadena de oro que llevaba al cuello igual a
una que tenía mi padre. Debí quedarme demasiado tiempo embobado mirando porque
el hijo, un chico aproximadamente de mi edad, estaba sentado en una de las
butacas de la habitación y no me quitaba el ojo de encima. “Mi padre tiene una
igual”, le dije como excusándome por haberle mirado tan insistentemente. Él
simplemente sonrió con chulería.
Dos horas
después, cuando subía de urgencias de fumarme un cigarro, me lo volví a
encontrar cara a cara al salir del ascensor y volvió a sonreírme con chulería.
Y yo, ni corto ni perezoso, solté de golpe la consabida frase de “tú eres
maricón” sin saber que aquellas tres palabras me abrirían en esta ocasión su
boca y su bragueta.
Aquella vez
follamos en los lavabos. Fue algo rápido, furtivo, fugaz. Mientras me embestía
por detrás vi reflejado en el espejo que llevaba al cuello aquella cadena de
oro con un cristo crucificado que me era tan familiar. Sólo al salir de aquel
lavabo supimos que el padre de Marcos había muerto mientras follábamos.
Tiempo
después yo descubriría que mi padre también murió aquella misma noche.
Joder, muy fina la forma de hilar las dos entregas. Un desenlace potente :)
ResponderEliminarUfff, qué fuerte el final!
ResponderEliminarUn beso.