domingo, 3 de marzo de 2013

Tú eres maricón




"Tú eres maricón", sentenció uno de mis tíos cuando yo tenía sólo siete años y aún no sabía ni qué significaba aquello. Tardé tiempo en aprender lo que significaba, pero no lo olvidé jamás, ya que, no en vano, se encargaron de repetírmelo una y otra vez los compañeros de clase, los vecinos del barrio y algún que otro familiar durante toda mi infancia.

Fue a los doce años cuando yo descubrí que era gay, algo que por aquel entonces ya todo el mundo daba por hecho y, aunque mi padre había tenido todo este tiempo para asumirlo, se sorprendió cuando un día me pilló encerrado en mi habitación jugando a algo que no debía con uno de mis amigos. Me dio tal hostia en toda la cara que nunca la olvidaré. Una hostia que todavía hoy resuena en mi cabeza y que, tiempo después, supe que marcaba el inicio de aquella profética afirmación que hizo a mis siete años uno de mis tíos: "Tú eres maricón".

Nací en un pequeño pueblo, muy pequeño. Se puede decir que era tan pequeño que yo era el único de mi edad que tenía mis mismas tendencias sexuales, pero lo suficientemente grande como para que, diez años antes, otro como yo hubiese llevado el título de maricón sobre sus espaldas.
Es difícil crecer en un sitio donde eres el único raro, porque, aunque eres normal, los demás se encargan de mirarte, hablarte o susurrar con esa mirada en los ojos en la que siempre ves incomprensión, asco o pena a partes tan desiguales como dolorosas.

A los dieciocho, recién estrenado el carné de conducir, pisé mi primer bar de ambiente. Llevaba años deseando recorrer los ochenta kilómetros que separaban mis sueños de mi realidad. Años imaginando el momento, la felicidad... Fue aquella noche cuando descubrí que la vida era como cuando era pequeño y mezclaba todos los trozos de plastilina que tenía; una vez hecho aquello te dabas cuenta que era imposible volver atrás y separar los trozos.

Aquella noche volví a casa como una persona distinta, y no porque hubiese perdido mi virginidad en los lavabos de aquel bar con un hombre que me doblaba la edad y la urgencia, sino porque al igual que la bola de plastilina, ya no había marcha atrás.

Volví muchas veces más a aquel bar. Mariló, la camarera y dueña del bar, se acabó convirtiendo en mi más íntima confidente y, por qué no decirlo, en mi mejor amiga. Aquella mujer supo cosas de mí que ni mis padres llegaron nunca a saber y aunque aquello me hacía sentir bien por tener a alguien con quien poder hablar, también me daba un poco de pena que alguien tan cercano a mí como mis padres, estuviesen tan ajenos y alejados de mí y aquella mujer, con la que no tenía ningún parentesco, fuese mi único oasis en mitad del peor de mis desiertos.

Cuando yo tenía diecinueve años, mi madre murió. Nunca hablamos de mí, nunca. Y se fue sin darme la posibilidad de hacerlo y sin tener la posibilidad de que me conociese. Cuando ella murió, mi padre me dijo en voz alta lo que tantos años llevaba gritando en silencio: "Ahí está la puerta". Así que nunca más volví a saber de él.

Mariló se encargó de darme una casa, un trabajo y una familia. Y fue allí, en su bar, donde una noche vi entrar por la puerta al chico más guapo que yo había visto nunca y aunque aquello, en aquel entonces no decía mucho de mí ni de él, a día de hoy lo dice todo, pues sigue siendo el chico más guapo que nunca he conocido.

No es que me enamorara de repente, no. Simplemente es que descubrí en aquel momento que yo había nacido para quererle. Cuando me pidió una cerveza me di cuenta que llevaba viviendo única y exclusivamente esperando aquel momento y aquel momento había llegado.

Se llamaba Rafa, tenía mi edad, una cara marcada por una mandíbula muy pronunciada y masculina y unos ojos marrón claro imposibles de olvidar. Estaba pasando allí el verano: sus tíos vivían en un pueblo cercano y él buscaba un lugar donde sofocar el calor del agosto y de la juventud. Aquel verano yo fui su mejor pasatiempo y él fue mi mejor sonrisa. Compartimos ratos en el bar mientras yo trabaja, baños en un río que había por la zona del regadío y conversaciones y miradas de esas que dicen más de lo que parece.

Al acabar el verano se fue. Desapareció dejando en mí esa rara sensación de aturdimiento que uno tiene al despertar, cuando no es capaz de recordar si lo que acaba de soñar es realidad o ha sido un sueño. No tardé nada en recordar que todo había sido verdad y de vuelta a mi realidad volví a verme detrás de la barra del bar limpiando los recuerdos del pasado y sirviendo en vaso ancho el jodido presente. Quedaría demasiado metafórico decir que fue en aquel momento cuando me di cuenta que mi futuro se deshacía delante de mí poquito a poco, como se deshacía el hielo de los cubatas que servía, así que diré que un día me cansé de esperar a que llegase otro verano con otro chico guapo que me dejase igual de tirado y me fui a la gran ciudad.

No tenía intención de buscar a Rafa ni tampoco de comerme aquel nuevo mundo a bocados. Sólo quería dar un paso más, investigar que había más allá de los áridos campos que rodeaban mi pequeño pueblo. Mi primera noche en la ciudad lloré como nunca lo había hecho, no sé qué había pensado que iba a encontrar, pero nada más llegar tuve la sensación de que aquél no era mi sitio.
  
Resignándome, agaché la cabeza entre los hombros y, bajo una fina lluvia, me perdí por las calles de aquella ciudad. La noche y yo éramos jóvenes y tú tenías que estar en algún lugar y además no había marcha atrás. 

5 comentarios:

Blogger Template by Clairvo