"Tú eres maricón", sentenció uno de mis tíos
cuando yo tenía sólo siete años y aún no sabía ni qué significaba aquello.
Tardé tiempo en aprender lo que significaba, pero no lo olvidé jamás, ya que,
no en vano, se encargaron de repetírmelo una y otra vez los compañeros de
clase, los vecinos del barrio y algún que otro familiar durante toda mi
infancia.
Fue a los doce años cuando yo descubrí que era gay, algo que
por aquel entonces ya todo el mundo daba por hecho y, aunque mi padre había
tenido todo este tiempo para asumirlo, se sorprendió cuando un día me pilló
encerrado en mi habitación jugando a algo que no debía con uno de mis amigos.
Me dio tal hostia en toda la cara que nunca la olvidaré. Una hostia que todavía
hoy resuena en mi cabeza y que, tiempo después, supe que marcaba el inicio de
aquella profética afirmación que hizo a mis siete años uno de mis tíos:
"Tú eres maricón".
Nací en un pequeño pueblo, muy pequeño. Se puede decir que
era tan pequeño que yo era el único de mi edad que tenía mis mismas tendencias
sexuales, pero lo suficientemente grande como para que, diez años antes, otro
como yo hubiese llevado el título de maricón sobre sus espaldas.
Es difícil crecer en un sitio donde eres el único raro,
porque, aunque eres normal, los demás se encargan de mirarte, hablarte o
susurrar con esa mirada en los ojos en la que siempre ves incomprensión, asco o
pena a partes tan desiguales como dolorosas.
A los dieciocho, recién estrenado el carné de conducir, pisé
mi primer bar de ambiente. Llevaba años deseando recorrer los ochenta
kilómetros que separaban mis sueños de mi realidad. Años imaginando el momento,
la felicidad... Fue aquella noche cuando descubrí que la vida era como cuando
era pequeño y mezclaba todos los trozos de plastilina que tenía; una vez hecho
aquello te dabas cuenta que era imposible volver atrás y separar los trozos.
Aquella noche volví a casa como una persona distinta, y no
porque hubiese perdido mi virginidad en los lavabos de aquel bar con un hombre
que me doblaba la edad y la urgencia, sino porque al igual que la bola de
plastilina, ya no había marcha atrás.
Volví muchas veces más a aquel bar. Mariló, la camarera y
dueña del bar, se acabó convirtiendo en mi más íntima confidente y, por qué no
decirlo, en mi mejor amiga. Aquella mujer supo cosas de mí que ni mis padres
llegaron nunca a saber y aunque aquello me hacía sentir bien por tener a
alguien con quien poder hablar, también me daba un poco de pena que alguien tan
cercano a mí como mis padres, estuviesen tan ajenos y alejados de mí y aquella
mujer, con la que no tenía ningún parentesco, fuese mi único oasis en mitad del
peor de mis desiertos.
Cuando yo tenía diecinueve años, mi madre murió. Nunca
hablamos de mí, nunca. Y se fue sin darme la posibilidad de hacerlo y sin tener
la posibilidad de que me conociese. Cuando ella murió, mi padre me dijo en voz
alta lo que tantos años llevaba gritando en silencio: "Ahí está la
puerta". Así que nunca más volví a saber de él.
Mariló se encargó de darme una casa, un trabajo y una
familia. Y fue allí, en su bar, donde una noche vi entrar por la puerta al
chico más guapo que yo había visto nunca y aunque aquello, en aquel entonces no
decía mucho de mí ni de él, a día de hoy lo dice todo, pues sigue siendo el
chico más guapo que nunca he conocido.
No es que me enamorara de repente, no. Simplemente es que
descubrí en aquel momento que yo había nacido para quererle. Cuando me pidió
una cerveza me di cuenta que llevaba viviendo única y exclusivamente esperando
aquel momento y aquel momento había llegado.
Se llamaba Rafa, tenía mi edad, una cara marcada por una
mandíbula muy pronunciada y masculina y unos ojos marrón claro imposibles de
olvidar. Estaba pasando allí el verano: sus tíos vivían en un pueblo cercano y
él buscaba un lugar donde sofocar el calor del agosto y de la juventud. Aquel
verano yo fui su mejor pasatiempo y él fue mi mejor sonrisa. Compartimos ratos
en el bar mientras yo trabaja, baños en un río que había por la zona del
regadío y conversaciones y miradas de esas que dicen más de lo que parece.
Al acabar el verano se fue. Desapareció dejando en mí esa
rara sensación de aturdimiento que uno tiene al despertar, cuando no es capaz
de recordar si lo que acaba de soñar es realidad o ha sido un sueño. No tardé
nada en recordar que todo había sido verdad y de vuelta a mi realidad volví a
verme detrás de la barra del bar limpiando los recuerdos del pasado y sirviendo
en vaso ancho el jodido presente. Quedaría demasiado metafórico decir que fue
en aquel momento cuando me di cuenta que mi futuro se deshacía delante de mí
poquito a poco, como se deshacía el hielo de los cubatas que servía, así que
diré que un día me cansé de esperar a que llegase otro verano con otro chico
guapo que me dejase igual de tirado y me fui a la gran ciudad.
No tenía intención de buscar a Rafa ni tampoco de comerme
aquel nuevo mundo a bocados. Sólo quería dar un paso más, investigar que había
más allá de los áridos campos que rodeaban mi pequeño pueblo. Mi primera noche
en la ciudad lloré como nunca lo había hecho, no sé qué había pensado que iba a
encontrar, pero nada más llegar tuve la sensación de que aquél no era mi sitio.
Resignándome, agaché la cabeza entre los hombros y, bajo una
fina lluvia, me perdí por las calles de aquella ciudad. La noche y yo éramos
jóvenes y tú tenías que estar en algún lugar y además no había marcha atrás.
Quiero entrevistarte en mi blog. Tus escritos me impresionan :)
ResponderEliminarSerá un placer hacerlo, Sr.Alguien!
EliminarEres fantástico. Soy adicta a tus escritos!
ResponderEliminarBesos.
que bonito
ResponderEliminarQue principios más parecidos tenemos todos...
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