domingo, 21 de abril de 2013

Tú eres maricón III



Le conocí a través de una página de contactos. Comenzamos a hablar y me dijo que trabajaba muy cerca de donde yo vivía. Durante la mañana de un jueves cualquiera estuvimos intercambiando mensajes y un par de fotos y yo me dejé llevar por su belleza y él, quizás, por la mía.

Me dijo que era versátil. Le dije que yo era activo y, ni corto ni perezoso, le di mi número de teléfono diciéndole que estaría bien quedar un día. Aquel jueves por la noche me agregó al WhatsApp y comenzamos a hablar. Le dije que cuando él quisiera quedábamos y él me dijo: “¿Así? ¿De repente?” Y yo, a modo de ocurrencia, le dije que me encantaba el café y que sí quería quedábamos primero para tomar uno. Me dijo de quedar en aquel momento, pero estaba por el centro y para mí era muy tarde pues madrugaba al día siguiente, y aunque le dije que sí en un primer momento, vimos un poco complicado quedar. Aquella noche me preguntó si me podía llamar y estuvimos hablando una media hora por teléfono, su voz sonaba cálida, su tono a veces era titubeante. Me dijo que no era de esos que quedan sólo para sexo, me dijo que busca algo más. Nos contamos un poco la vida en pequeñas pinceladas y quedamos para la noche del viernes a las 22:50 en una plaza cercana a donde yo vivía. Colgamos el teléfono pero la conversación se alargó después por Whatsapp hasta bien entrada la madrugada.

Ni que decir tiene que hablamos un poco de todo y que nos pusimos un poco calientes el uno al otro, me envió fotos de su cuerpo, vestido, y pensé que me quería morir. ¡Dios! Me pidió que le enviara alguna mía y le envié alguna. Coqueteamos por mensaje, insinuamos sin llegar a nada más, pero la calentura iba en aumento igual que la noche en la madrugada. Fue agradable y tuve una sensación un poco extraña. A la mañana siguiente me levanté con esa media sonrisa en la boca del que por la noche tiene una cita que le apetece.

Estuvimos durante el día mandándonos algunos WhatsApps y a las 22:55h, haciendo honor a mi impuntualidad, estaba ya esperando en el lugar donde habíamos quedado. Esperé durante quince largos minutos y, sentado en uno de los bancos de la plaza, pensé que aquella historia acababa allí. En aquel momento me daba igual, estaba tranquilo, la noche era agradable y pensé que volver a casa no era en ningún momento una batalla perdida. Pensé que quizás se había olvidado o que quizás se había arrepentido o que quizás simplemente no quería. Veinte minutos después de la hora acordada, mi WhatsApp diciéndole que ya estaba esperando no tenía todavía el doble check, pero verdaderamente no me importaba darme la vuelta y regresar a casa. Si hubiese sido escritor hubiese visto un magnífico final para mí historia en su no aparición, pero me equivoqué. Sentado en unos de aquellos bancos en mitad de una noche ligeramente fría y otoñal, él apareció.

El doble check apareció en la pantalla de mi móvil y a continuación llego su disculpa por haber salido tarde. Un “¿Dónde estás?” con contestación por mi parte de “aquí”, me hizo levantarme del banco y mirar entre la gente. Justamente igual a lo que había visto en las fotos, él aparecía en la plaza.

Nos dimos un par de besos y comenzamos a hablar. Me tocó el brazo y buscó con su mano mi nuca, era cercano e intentó desmostarlo desde el primer momento. Íbamos a cenar algo barato, no importaba el sitio, así que fuimos dando vueltas por la ciudad hasta encontrar algo que nos apeteciese. Pedimos y continuamos hablando de su vida, de mi vida, de su relación rota en enero.

Me dijo que era profesor de inglés. Tenía el cuerpo musculado y siete u ocho tatuajes, cada uno con una historia que descubriría después. Trabajaba en una academia donde impartía clases. Me dijo que tenía treinta y tantos años y una relación de cinco años rota en enero a sus espaldas, que poco a poco durante la noche iría desgranándome.

Tras la cena fuimos al bar de al lado a tomar un café y en el momento oportuno él cambió su descafeinado por uno con cafeína “para no dormirse”. Acabado el café, le propuse dar un paseo y me dijo de ir a un lugar más “chillout” estaría mejor. Mis compañeros de piso no estaban aquel fin de semana en casa, así que le propuse subir y acabamos sentados en el sofá, tomando una copa de vino. Puso su mano con total tranquilidad en mi pierna, me acercó un poco más, puse mi mano en su cabeza… Sabíamos cómo iba a acabar aquello. Me fue contando uno a uno la historia de sus tatuajes: ahora el del antebrazo, ahora el hombro, ahora al del oblicuo, ahora el del muslo… Sentado de nuevo él en el sofá, la conversación movió a moverse entre esto y aquello y, al final, pasó lo que sabíamos que iba a pasar. Le cogí de la cabeza y le besé y aquello desató la caja de pandora.

Era de esos que chupan, muerden y lamen, que disfrutan con lo que le hacen y en el primer polvo fue capaz de correrse casi sin tocarse, dejándome a mí a medias. No me importó, en aquel momento supe que la noche sería larga, así que me dejé enredar entre sus brazos tranquilamente. Un tiempo después, cuando él se hubo recuperado un poco me dijo “fóllame otra vez”, mientras se ponía boca abajo y se mordía suavemente el labio. Esta vez supimos compenetrarnos mejor. Me lamió, me chupó, me mordió y en cada embestida gimió pidiendo que no parase. No fue una noche cualquiera de sexo sin amor. El colchón fue testigo mudo de nuestros orgasmos mientras yo le agarraba por la cadera y él se movía despacio mirándose en el espejo de la habitación. Cuando nos corrimos los dos caímos exhaustos sobre la cama. 

Pasamos el resto de la noche, hasta que conseguimos dormirnos más allá de las cinco de la madrugada, hablando y acariciándonos mientras estábamos oliéndonos y besándonos.  Hablamos de libros, de viajes, de yoga, de religión... Me enseñó a respirar profundo y en el aquel duermevela de la noche, me confesó con voz entrecortada lo mal que lo había pasado en su anterior relación. “Me gritaba, tiraba cosas y yo me encerraba en el lavabo”. Podría decir que lloró, pero la oscuridad era tal que sólo acerqué mi cabeza a su oído y susurrándole bajito en el oído le dije: “No te va a pasar nada más” y acercándome a él le abracé fuerte mientras él buscaba mis manos para entrelazar las suyas a las mías. Y así, entrelazados de pies y manos, continuamos hablando de mantras, de budismo, de películas y en aquel duermevela de la noche me contó que hacía años que no iba al cine.

A las nueve él tenía que estar en la academia para una clase de inglés, así que cambió su intención de poner el despertador a las ocho por ponerlo a las 7:30, “por si nos apetece otro”, le dije.
A las 7:30 la alarma sonó y tras cinco minutos más donde me pedía abrazarle y no hacer nada, me di por vencido, así que continuamos hasta cerca de las ocho abrazados. Luego se levantó al baño y, tras sacar su neceser de la mochila, se lavó los dientes y se aseó un poco. Volvió a la habitación diciéndome que no quería ir a trabajar y que prefería quedarse conmigo en la cama, mientras me desarropaba y se ponía encima de mí. Me besó con aquella lengua húmeda y carnosa y volvimos hacerlo con la misma fuerza e intensidad que la noche anterior. Cogiéndole del pelo le tiré de la cabeza hacia atrás y le oí gemir. Arqueaba su espalda hacia atrás y, abriéndome la boca, me metía su lengua húmeda buscando la mía. Con creces demostró en la cama su flexibilidad; ahora boca abajo, ahora de lado, ahora arriba.

Cuando acabamos se fue a la ducha y saliendo de ella antes de vestirse, se acercó a mí poquito a poco para besarme repetidas veces.

Le preparé un zumo y un café y, sentados en el comedor, desayunamos hablando como si tal cosa.
Luego se puso la chaqueta, bromeamos un poco y se fue no sin antes besarme un par de veces, marcando el último beso con una suave lengua introduciéndose en mi boca. Abrió la puerta de casa y se fue.
Recuerdo que durante unos minutos me quedé allí de pie en el salón con el  sabor de su boca en la mía y todavía los labios algo hinchados por los pequeños mordiscos que me había dado al besar. En aquel momento no me hubiese importado volver a quedar con él, me había atraído su personalidad, su fuerza sexual, su fragilidad cuando me contó su historia, pero, no sé porque, tuve la sensación de que nunca lo volvería a ver más.

Tiempo después alguien me contaría que su historia era pura ficción, que su relación no tuvo tan mal final, que él no era tan bueno como quería aparentar. Muchos años antes de que su historia de amor acabase, él ya había probado  otras camas, otros cuerpos, otros hombres.

Con el tiempo dejó de contestar a mis WhatsApps. En algún momento creí que su historia era verdad y en algún momento quise quererle un poco más.

Una mañana las persianas de su academia de inglés aparecieron con una pintada que decía “Tú eres maricón”, nadie supo nunca quién lo hizo.

0 comentarios:

Blogger Template by Clairvo