Le conocí una noche en una discoteca. Él estaba llorando y
una amiga en común le consolaba. No le había visto nunca o, por lo menos, no
había reparado en él. Pero aquella noche, un tipo le había roto el corazón y él se
desesperaba entre lágrimas. Me acerqué con más curiosidad por su llanto que por
su historia y me conmovió la ternura que le rodeaba. Entre lágrimas me miró y
nunca olvidaré su mirada.
Comenzamos a vernos más a menudo; empezamos a salir en el
mismo grupo de colegas y para mí dejó de ser el chico que lloraba para
convertirse en uno de mis mejores amigos. La vida hizo que compartiéramos
juergas, bebidas, confesiones e historias y un día, sin saber cómo, tumbados el
uno al lado del otro, en la cama de su habitación, la película que veíamos pasó
a un segundo plano. Me besó como no me había besado nadie y en la semioscuridad
de aquella habitación mientras Clark Gable cogía en brazos por última vez a
Vivien Leigh, él me abrazaba a mí por vez primera.
Estuvimos un año y medio besándonos en la semioscuridad de
su habitación o de la mía; un año y medio enrollándonos sin que nadie supiera
nada; un año y medio abrazándonos cuando nos quedábamos a solas… buscándonos
cuando nos quedábamos a solas.
Sé que aquello duró un año y medio porque el tiempo al final
así nos lo dijo. Pero podría pensar que había durado un año o un mes o incluso
tan sólo un día. Fui muy feliz en aquella época, quizás porque me dejé llevar
por primera vez en mi vida sin pensar en nada y sin pensar en nadie o quizás,
porque sólo fui capaz de pensar en alguien. No tengo la sensación de haber
vivido aquella época con ansiedad ni angustia, ni tengo la sensación de haberlo
vivido como un problema porque como no teníamos ningún pacto que nos impidiese
conocer a otros, querer a otros, amar a otros, quizás fue por eso que sólo
recuerdo que la vida se permitió el lujo de rodar tranquila y quizás, sólo
quizás, fue por eso que fui tan feliz que me enamoré.
No me había enamorado nunca de aquella manera y se lo hice
saber de la forma que suelo hacer casi todo en mi vida; directo al corazón y
sin titubeos. Me abrí el pecho delante de él y le pedí un pasado: pasado, un
presente: diario, un futuro: en conjunto. Pero él, asustado por quebrarle los
esquemas, por miedo a perder más de lo que ganara, me dijo que no y yo, que soy
tozudo de cabeza y de corazón, me propuse conquistarlo palmo a palmo, gesto a
gesto.
Una noche de mayo, ebrios de alcohol y de amor, él me besó y
comenzamos nuestra más tierna historia.
No teníamos experiencia en amar a nadie, así que comenzamos
queriéndonos de golpe y sin tapujos; probándonos con las bocas, tocándonos con
los ojos, mirándonos con los dedos. Gritamos a los cuatro vientos que nos
queríamos y que estábamos juntos, y conseguimos convertir de alguna manera, lo excepcional en cotidiano.
Nunca me sentí un abanderado del amor, pero sé que amé y sé que para muchos
fuimos durante una época una excepción, una pareja, una esperanza…
Siempre recordaré aquello como si se tratase de un viaje en
coche. Como un placentero viaje que haces con otra persona y en el que
disfrutas de ir descubriendo de ti y del otro sentimientos que pensabas que
nunca tendríais. Disfrutando del paisaje, sintiendo en la cara la fresca brisa,
notando como la vida pasa tranquila y descubres que estás siendo feliz, tan
feliz que no eres consciente de ello.
Pero un día, no sé en qué momento, decidí acabar aquel
viaje.
No sé en qué momento me pasó, no sé en qué momento comencé a
tener la necesidad de ir perdiendo velocidad en aquel viaje, pero un día me
sorprendí a mí mismo apagando el motor y parando en medio de la carretera para
poner mis pies sobre el asfalto y sentir ese agobio en el cuello del que tiene
que hacer lo que tiene que hacer. Como si de un puzzle se tratara, la última
pieza me quemaba en la boca y una tarde a quemarropa le dije que le había
dejado de amar para comenzar a quererle.
No fue fácil para mí y mucho menos para él. Le propuse un
futuro en común y ahora, años después, allí estaba diciéndole que la eternidad
se acababa, que había que despertar del sueño, que teníamos que bajar las
escaleras del pedestal que habíamos subido. Creo que no me odió lo suficiente,
que se quedó corto con los reproches. Yo que le había prometido que seguiríamos
bailando cuando todos hubiesen marchado, tenía la desfachatez de decirle que
quería parar la música de aquel baile.
Sé que por mucho que viva, nadie nunca llegará a quererme
como él lo hizo y sé que para él hoy, esté donde esté, es difícil pensar que yo
me puedo preocupar por él. Pero una vez le dije que estuviese en Moscú, Tokio o
Nueva York, siempre habría una persona que se preocuparía por él y eso es
verdad y continúa siendo así.
La noche que le acompañé a casa de unos amigos con un par de
maletas, estuve cinco minutos esperando en la puerta para que, si le daba por
darse la vuelta y mirar atrás, viera que seguía allí. No quería que se girase y
no encontrase a nadie. Aquella misma noche cuando volvía sólo a casa, descubrí que
la soledad es como la humedad que una vez que te cala, no te abandona. Y tiempo
después, me sorprendí a mí mismo mendigando un beso o un abrazo y dándome
cuenta de que uno no elige estar solo, sino tener o no tener compañía, que es
muy diferente.
A días de hoy, todavía me cuesta dejar de conjugar los verbos
en plural y hacerlos en singular, pero cuando vuelvo la vista atrás sólo
recuerdo un plácido viaje que me pasó volando y del que guardo muy buen
recuerdo.
Eres maravilloso, y punto.
ResponderEliminar