martes, 28 de mayo de 2013

Tú eres maricón IV



Le conocí una noche en una discoteca. Él estaba llorando y una amiga en común le consolaba. No le había visto nunca o, por lo menos, no había reparado en él. Pero aquella noche,  un tipo le había roto el corazón y él se desesperaba entre lágrimas. Me acerqué con más curiosidad por su llanto que por su historia y me conmovió la ternura que le rodeaba. Entre lágrimas me miró y nunca olvidaré su mirada.

Comenzamos a vernos más a menudo; empezamos a salir en el mismo grupo de colegas y para mí dejó de ser el chico que lloraba para convertirse en uno de mis mejores amigos. La vida hizo que compartiéramos juergas, bebidas, confesiones e historias y un día, sin saber cómo, tumbados el uno al lado del otro, en la cama de su habitación, la película que veíamos pasó a un segundo plano. Me besó como no me había besado nadie y en la semioscuridad de aquella habitación mientras Clark Gable cogía en brazos por última vez a Vivien Leigh, él me abrazaba a mí por vez primera.

Estuvimos un año y medio besándonos en la semioscuridad de su habitación o de la mía; un año y medio enrollándonos sin que nadie supiera nada; un año y medio abrazándonos cuando nos quedábamos a solas… buscándonos cuando nos quedábamos a solas.  

Sé que aquello duró un año y medio porque el tiempo al final así nos lo dijo. Pero podría pensar que había durado un año o un mes o incluso tan sólo un día. Fui muy feliz en aquella época, quizás porque me dejé llevar por primera vez en mi vida sin pensar en nada y sin pensar en nadie o quizás, porque sólo fui capaz de pensar en alguien. No tengo la sensación de haber vivido aquella época con ansiedad ni angustia, ni tengo la sensación de haberlo vivido como un problema porque como no teníamos ningún pacto que nos impidiese conocer a otros, querer a otros, amar a otros, quizás fue por eso que sólo recuerdo que la vida se permitió el lujo de rodar tranquila y quizás, sólo quizás, fue por eso que fui tan feliz que me enamoré.

No me había enamorado nunca de aquella manera y se lo hice saber de la forma que suelo hacer casi todo en mi vida; directo al corazón y sin titubeos. Me abrí el pecho delante de él y le pedí un pasado: pasado, un presente: diario, un futuro: en conjunto. Pero él, asustado por quebrarle los esquemas, por miedo a perder más de lo que ganara, me dijo que no y yo, que soy tozudo de cabeza y de corazón, me propuse conquistarlo palmo a palmo, gesto a gesto.

Una noche de mayo, ebrios de alcohol y de amor, él me besó y comenzamos nuestra más tierna historia.   

No teníamos experiencia en amar a nadie, así que comenzamos queriéndonos de golpe y sin tapujos; probándonos con las bocas, tocándonos con los ojos, mirándonos con los dedos. Gritamos a los cuatro vientos que nos queríamos y que estábamos juntos, y conseguimos convertir  de alguna manera, lo excepcional en cotidiano. Nunca me sentí un abanderado del amor, pero sé que amé y sé que para muchos fuimos durante una época una excepción, una pareja, una esperanza…

Siempre recordaré aquello como si se tratase de un viaje en coche. Como un placentero viaje que haces con otra persona y en el que disfrutas de ir descubriendo de ti y del otro sentimientos que pensabas que nunca tendríais. Disfrutando del paisaje, sintiendo en la cara la fresca brisa, notando como la vida pasa tranquila y descubres que estás siendo feliz, tan feliz que no eres consciente de ello.

Pero un día, no sé en qué momento, decidí acabar aquel viaje.

No sé en qué momento me pasó, no sé en qué momento comencé a tener la necesidad de ir perdiendo velocidad en aquel viaje, pero un día me sorprendí a mí mismo apagando el motor y parando en medio de la carretera para poner mis pies sobre el asfalto y sentir ese agobio en el cuello del que tiene que hacer lo que tiene que hacer. Como si de un puzzle se tratara, la última pieza me quemaba en la boca y una tarde a quemarropa le dije que le había dejado de amar para comenzar a quererle.

No fue fácil para mí y mucho menos para él. Le propuse un futuro en común y ahora, años después, allí estaba diciéndole que la eternidad se acababa, que había que despertar del sueño, que teníamos que bajar las escaleras del pedestal que habíamos subido. Creo que no me odió lo suficiente, que se quedó corto con los reproches. Yo que le había prometido que seguiríamos bailando cuando todos hubiesen marchado, tenía la desfachatez de decirle que quería parar la música de aquel baile.

Sé que por mucho que viva, nadie nunca llegará a quererme como él lo hizo y sé que para él hoy, esté donde esté, es difícil pensar que yo me puedo preocupar por él. Pero una vez le dije que estuviese en Moscú, Tokio o Nueva York, siempre habría una persona que se preocuparía por él y eso es verdad y continúa siendo así. 

La noche que le acompañé a casa de unos amigos con un par de maletas, estuve cinco minutos esperando en la puerta para que, si le daba por darse la vuelta y mirar atrás, viera que seguía allí. No quería que se girase y no encontrase a nadie. Aquella misma noche cuando volvía sólo a casa, descubrí que la soledad es como la humedad que una vez que te cala, no te abandona. Y tiempo después, me sorprendí a mí mismo mendigando un beso o un abrazo y dándome cuenta de que uno no elige estar solo, sino tener o no tener compañía, que es muy diferente.

A días de hoy, todavía me cuesta dejar de conjugar los verbos en plural y hacerlos en singular, pero cuando vuelvo la vista atrás sólo recuerdo un plácido viaje que me pasó volando y del que guardo muy buen recuerdo.

1 comentario:

Blogger Template by Clairvo